El invierno no solo cambia la temperatura o el paisaje; también tiene un impacto profundo en el cuerpo humano, que está diseñado para adaptarse a las señales estacionales. Según Michael Varnum, psicólogo social y profesor asociado en la Universidad Estatal de Arizona, “nuestros cuerpos pasan por un ciclo evolutivo natural durante el invierno”, lo cual es parte de una programación instintiva y no solo una coincidencia.
El ritmo circadiano y su impacto en nuestra energía
Nuestro cuerpo funciona siguiendo un ritmo circadiano, influenciado principalmente por la luz y la oscuridad, lo cual regula funciones cruciales como el sueño, la energía y el estado de ánimo. La luz de la mañana, por ejemplo, activa la liberación de cortisol, que nos ayuda a sentirnos despiertos y energizados, mientras que la oscuridad estimula la producción de melatonina, que nos prepara para dormir.
Sin embargo, durante el invierno, cuando muchas personas se despiertan en la oscuridad, la producción de cortisol puede verse interrumpida, lo que puede llevar a fatiga y cambios en el estado de ánimo, explica el psicólogo social Varnum. Además, “hay muchos paralelismos con la hibernación en otros mamíferos”, añade, observando que las personas tienden a hacer menos ejercicio, consumir alimentos más densos en calorías y experimentar cambios en su motivación.
Raíces evolutivas y adaptación en la actualidad
Este comportamiento no es accidental. Los primeros seres humanos redujeron su ritmo de actividad durante el invierno para conservar energía durante la escasez de alimentos. Sin embargo, en el mundo actual, donde las tiendas de comestibles están abiertas durante todo el año y los servicios de entrega están al alcance de un clic, muchas personas viven fuera de sincronía con los ciclos naturales de la estación, lo que puede generar desajustes en su bienestar físico y mental.
Conexión con las tradiciones culturales y las estaciones
A pesar de este desfase con la naturaleza, muchas culturas antiguas y comunidades indígenas han adoptado e integrado los ciclos estacionales en sus vidas. En la antigua Persia, por ejemplo, el festival de Yalda celebraba la noche más larga del año con lecturas de poesía, sandías y granadas, mientras que el fuego de las velas simbolizaba el triunfo de la luz sobre la oscuridad. En la misma línea, los celtas marcaban el solsticio de invierno con reuniones comunitarias alrededor de fogatas, viendo este momento como una oportunidad para la reflexión y la conexión con los ciclos naturales.
Para las comunidades indígenas de América del Norte, el cambio de estaciones siempre fue motivo de rituales que no solo marcaban el paso del tiempo, sino que también fomentaban la conexión con el entorno y la espiritualidad. Rosalyn LaPier, historiadora ambiental y escritora indígena de la Universidad de Illinois, señala que “la gente planeaba sus vidas en torno a los ciclos de la naturaleza”, reconociendo el valor de los momentos de transición.
El pueblo sami del norte de Escandinavia también reconoce tres fases del invierno (otoño-invierno, invierno y primavera-invierno), destacando los sutiles cambios que ocurren durante los meses más oscuros del año. Este tipo de observancia consciente de los cambios estacionales fomenta lo que hoy conocemos como atención plena, una práctica que ha demostrado reducir la ansiedad y mejorar el estado de ánimo al fomentar una mayor conexión con el entorno.
Conclusión
Vivir de acuerdo con los ciclos estacionales no solo es parte de nuestra programación evolutiva, sino que también es una práctica profundamente arraigada en muchas culturas. Al prestar atención a los ritmos naturales del invierno, podemos fomentar una mayor conciencia de nuestro cuerpo, lo que no solo ayuda a mejorar el bienestar físico, sino que también puede contribuir a un estado mental más equilibrado y positivo.
Fuente: National Geographic