En México, el reconocimiento a los pueblos originarios se ha convertido en una práctica de doble moral: mientras en el discurso oficial se enaltece su cultura y resistencia milenaria, en la práctica se les despoja de sus territorios y se les mantiene en condiciones de pobreza extrema.
Datos recientes revelan que el 72 % de los conflictos socioambientales en el país ocurren en territorios indígenas, muchos de los cuales han sido entregados a empresas mineras sin consulta previa. En 2023, por ejemplo, se otorgaron 342 concesiones mineras en zonas indígenas, principalmente a corporaciones canadienses. Casos como el del Tren Maya o la minería “verde” en Wirikuta son ejemplos de cómo se impone un modelo extractivista en nombre del desarrollo.

Este modelo económico prioriza las inversiones extranjeras y la explotación de recursos naturales, sin garantizar una mejora en la calidad de vida de quienes históricamente han habitado y protegido estos territorios. El acceso a derechos sociales básicos sigue siendo una deuda pendiente con los pueblos originarios.
Las cifras del Coneval son contundentes: más del 69 % de la población indígena vive en situación de pobreza. De los 12.7 millones de personas indígenas en el país, cerca de 3.5 millones padecen pobreza extrema. La carencia más común es la falta de acceso a la seguridad social (78.2 %), seguida por servicios básicos en la vivienda, alimentación y educación.

Municipios jaliscienses como Bolaños, Mezquitic, Huejuquilla el Alto y Villa Guerrero, hogar de comunidades wixárikas y nahuas, presentan niveles alarmantes de marginación. En algunos, más del 50 % de la población vive en pobreza extrema, sin acceso a agua potable, electricidad, salud ni educación básica. A pesar de ello, las autoridades impulsan consultas políticas sin garantizar lo esencial para vivir con dignidad.
Hablar de los pueblos originarios sin transformar sus condiciones materiales es demagogia. Más allá de discursos, lo que estas comunidades necesitan es inversión pública real, políticas redistributivas y un desarrollo económico que los incluya como protagonistas y no como adornos culturales.
La deuda histórica con los pueblos indígenas no se paga con homenajes ni simulacros de participación, sino con hechos. No hay más tiempo que perder.